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LAS JOYAS DEL ABISMO
[ UNA NOVELA LÍRICA ]

FLORIANO MARTINS

traducción de Marta Spagnuolo


1. EPÍLOGO

Selma abría una sonrisa luminosa en la foto. De esas que juramos guardar por toda a vida. Selma era la mujer perfecta para durar la vida entera. El infinito conocía sus caprichos. Ya no recuerdo dónde encontré la foto, pero sé que la sonrisa estaba allí. Las fotos habitan sitios a veces incomprensibles, se meten en lugarejos de la casa que jamás habitamos. Selma era quien mejor conocía la casa. Nos reíamos de las veces que yo no la encontraba en nuestros juegos. Hincaba la ropa en la sonrisa. Bordaba un laberinto en la mirada. Deletreaba el espinazo del abismo en mi rostro. Selma era un delirio poco común. La casa no iba a ninguna parte sin ella.

2. TRES AÑOS DESPUÉS

Por un instante, las escenas volvieron a repetirse. Pequeñas rayas en la bañera delataban lo que aún había en la memoria. Tu desnudez de piedra blanca ya no era del todo visible, el cuerpo leído apenas en fragmentos. Un último beso se detuvo en mis labios por unos pocos días. Sin lugar para quedarse, poco a poco nuestros recuerdos se van yendo. Lo imprevisible rehace el mundo con el que soñamos. Y antes que aprendamos el nombre de cada cosa, vuelta a rehacerlo. No importa la voluntad de Dios ni que yo te ame un poco más. Nada permanece en su lugar. Aunque te mate. No permanecerás conmigo ni siquiera en la memoria. No hay nada más sombrío que el tiempo. Los últimos cortes de la bañera eran casi indescriptibles. El dolor no se reconocía. Ninguno de nosotros sabía qué estaba haciendo allí. Fui rehaciendo poco a poco mi olvido. Ya no sé quién eres.

2. ANTES QUE SE ESCRIBIERA

Mi cuerpo entero me decía que no me quedara en casa. Una frase así, atrapada como un enigma que retuerce la mañana, puede cuando menos saturar el día. Me dolía todo el cuerpo insistiendo en el terror. Al fin de cuentas, ¿dónde iría sin ningún motivo para salir de casa? Tropezaba en cuentas de lo inexplicable cuando sentí un tajo en la espalda. El gusto de la sangre antecede el teatro de su floración. Cuando oí mis gritos, Eduardo ya me había desfigurado parte del cuerpo. Mi desesperación dudaba de que fuese yo misma. Una afligida palabra se repetía, ya sin ninguna influencia. Que la mía se llamara Eduardo era algo que yo simplemente no podía entender. Lo que le falta al mundo no siempre es aquello que se supone una necesidad. Amé a Eduardo hasta mientras lo veía rasgándome la carne. Incluso muerta. No sé realmente si lo dejé de amar. No hubo tiempo para eso. Esta vez, la sorprendida fue la muerte.

4. EL ILUSIONISTA

Me despido de la naturaleza humana. Cuerpo y alma se confunden en sus últimos espasmos. Se mezclan las raíces de lo que fuimos y de todo un mundo imposible. Cuando me tocas ya no estoy. En un vislumbre, escapas de mi ser. Un chorro de abismos se expone en mi desnudez. Tengo la piel supliciada. Una barranca de éxtasis dilatada en sitios yermos. Para que me codicies incluso donde la memoria no alcanza. Y para que argumentes que yo te moldeé como a una víctima secreta. Ahora ya sabes cómo pude moverme de un extremo a otro de tu ilusión. El paisaje presentido siempre estuvo allí, como una visión despojada de toda creencia.

5. EL ELEMENTO SORPRESA

El tiempo tropieza en su propia rutina. Eduardo rehace el recorrido de sus sombras. En vano intenta regresar a lo que un día imaginó ser. Con cada nueva página de sus ansias se repite únicamente el cuerpo sin vida de Selma. Piensa en robarlo de su memoria. Hundirlo en un lago que en seguida escondería de sí mismo. A medida que busca una solución para librarse de aquel cadáver, sus planes van siendo escritos en la piel femenina. El cuerpo se llena de frases que son como un libro secreto de últimos recursos. Recetario de trucos espantosos que resuenan como un foso de incriminaciones. Un río interrumpido que le atormenta los pasos. El dolor multiplicado y amontonado como la ruina de lo que no supo evitar. Eduardo pasa las páginas del tiempo implorando por un trozo de inestabilidad. Un elemento sorpresa. Una lluvia que llegara a confundir las evidencias. Sin embargo, no llueve. Selma está irremediablemente muerta. Y su cuerpo es ahora lo que Eduardo más teme.

6. DEVOCIÓN

Tu cuerpo está hecho de labios. Dondequiera te beso, renazco. Un secreto plantío de colores, pelusas, bandadas a través de las estaciones. Canción de cuna de señas, de los pies a la nuca. Lo que sé de ti es lo que encuentro en cada travesía por tu cuerpo. De noche admiro tus límites, cómo me llenan. Me adormezco entre luces fluctuantes, renombrando los arcanos del fuego en tu piel. Así te amo. El día aprende a leer las migraciones de tu deseo. Extrañas formas que cambian de mirada mientras las alimentas. Yo sé cómo te haces así. Cómo te posas en el horizonte de mi ser, con todo lo que va quedando por el camino. Sin que me llames. Todo en mí sabe dónde encontrarte. Mis labios son la fábula de tu cuerpo.

7. NUNCA ESTUVE LISTO

El dolor no atiende a su nombre. Busqué tu sombra por la casa entera. El cuerpo allí estático envuelto en un nuevo dilema. Pasto de horas movedizas. Me debato por entre cuartos, revuelvo utensilios, arranco la madera del piso. No hay rastros de tu sombra. Tu muerte fue un mal presentimiento. Enfrento mis errores todos reunidos alrededor de tu cuerpo. Me presiona la desconfianza de que la sombra permanezca oculta. Te deshago de ropas, hábitos, recuerdos. Desprendo el mobiliario de la mirada. Enmudezco lámparas, grifos, ventanas. Pongo toda la casa a buscarla. Me asusta no saber dónde encontrarla. Me desespero cambiando los nombres de la aflicción. Olvido mi propio nombre y ni así te muestras. Ya no veo dónde estás. Intento no respirar para mitigar el dolor, pero la respiración no se desprende de mí, palpitante como un castigo. Me duele infinitamente el silencio mortificante de tu sombra ausente. No importa lo que haya aprendido. El dolor ya no me atiende por ningún nombre.

8. ALGUNOS MINUTOS ANTES

Lo que vamos sustrayendo al tiempo es nuestro pánico ante la confidencia. El miedo de tener razón. Cuando te insinúas y frecuentas mi deseo, desenmascaro la vigilia y elimino sus pistas. No me escuches. No debemos estar aquí. El simple roce de tus pezones en mis labios y el sitio nos parece otro. Láminas sacadas de imágenes que nos quieren cada una a su manera. El sudor silabeando quimeras. La saliva acechando nuevos misterios. Mi cuerpo se inscribe en el tuyo, con sus ranuras, anzuelos, astucias. Un patio de enredos, disfrute de armonías, tus salientes escandalosas. Memoria vengada por toda omisión. No me toques otra vez este hilo incontenible. Vacía tu ser como una herida transitiva, el abismo interino de tu gozo. No me retengas. Si te falta una sílaba el espíritu desfallece. Transpira sin quejas. Ya no sé cuál de nosotros tiene la última palabra. Ábreme un nuevo error.

9. LAS SOBRAS DEL VACÍO

La casa se agita entre la cloaca y la chimenea. Constreñida por dos enigmas la tarde se retuerce, casi desmayándose. Eduardo ya no encuentra el nombre de Selma y empieza a llamarla por una palabra que se olvida siempre al ser pronunciada. El reloj no pierde las horas. La lluvia no cae allá afuera. La loza en la cocina no cae al piso. Ningún ruido fuera de lugar. No llama ninguna atención el bulto sentado en el sillón de la sala. Observa sin malicia la palidez de Eduardo. Este, sin percibirlo, vaga por la casa transpirando inquietud, como si buscara la propia imagen consumida. Al entrar en la sala, la confunde con el bulto inmóvil. Se imagina el otro ya sin saber más de sí mismo. Se engaña ante el fantasma de su pérdida. En vano apela a alguna destreza oculta, un artificio que le devuelva los huesos del tiempo, la máscara, un indulto que lo haga soportar la memoria. Lo despierta de su demencia la ausencia de espejos en el cuarto. Y a ella se une un argumento insepulto, el sonido legítimo e implacable que viene de la cocina, el cuchillo con el que torturó a Selma que se zambulle desde la mesa en el suelo. Aturdido por el estruendo de aquel utensilio del dolor, Eduardo finalmente comprende que jamás estará solo.

10. ESBOZOS DE ESCENA

Estuvimos discutiendo un rato, una tensión injustificable se apoderaba de nosotros. De un momento a otro, sin poder contenerme, le tiré una jarrita, él se agachó, mientras gritaba mi nombre: Selma, Selma. Desperté como de un trance, pero no al oírlo sino gracias al ruido de la jarrita al partirse. Era una jarrita pesada, de loza, que me había regalado una amiga que la trajo de Ecuador. Lo que me pareció absurdo fue que al día siguiente la encontré en el aparador, intacta, como si nada hubiera ocurrido. ¿Cómo podía haberse roto y ahora estar allí, nuevamente entera? Aquella misma noche, cuando estábamos en el dormitorio preparándonos para dormir, oímos un extraño ruido que venía de la cocina, un estruendo que se repetía y nos daba la impresión de que la cocina entera se venía abajo, como si toda la loza se estuviera rompiendo. Corrimos hacia allá, juntos. Cuando llegamos ya no se oía un solo ruido y toda la cocina estaba poseída de un orden intrigante. ¿Qué habría ocurrido allí? ¿Cuántos somos, al fin de cuentas, sin que lo percibamos?

11. VERSIÓN EN SILENCIO

El rostro de Selma como el de una esfinge ajena al propio enigma. A medida que suprimo su vida, revolotea frente a mí de manera violenta. La sangre golpea su escritura delirante por toda la carne. Ciertas anotaciones son como trucos, ilegibles para mí. Cuando la pongo en la bañera las piernas parecen multiplicarse en convulsiones. En medio de la agitación de sus verbos sanguíneos, la desembarazo del vestido abierto rasgado afligido como la piel cortada en llamados inestables. El metal del cuchillo vibra su melodía impasible. Es el único sonido que se escucha. Selma brama silencio con cada incisión. Su cuerpo desborda espanto, pero su rostro conserva una pavorosa ausencia. Busco darle con la hoja. No llego a tajear ni siquiera la mirada desprovista de toda reacción. Ni la sangre la alcanza. El rostro de Selma me impide completar mi testimonio de su muerte. En su locura puesta a prueba, el rostro no muere. Como un agravio, no muere. No puedo matarla más que esto.
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12. LA EFIGIE SOSPECHOSA

La memoria de lo ocurrido parecía tan deshecha como el cuerpo de Selma. La casa se ausentaba del barrio, inmersa en un matorral cerrado. La noche revolviendo el interior del lugar. Nadie esperaba que Dios entrara allí solo. Eduardo acariciando los retazos del cuerpo de la amada. Ajeno al horror que él mismo labró, mira fijamente el vacío como si en él se hubiera posado un recuerdo feliz. Parecía casi sonreír en cierto momento. Y amparado en un semblante pueril tocaba la intimidad de los restos de Selma. Quería oírla gimiendo y pidiéndole que no se detuviese. Su mano, sin embargo, regresaba descontenta de aquel pubis marcado a sangre. Eduardo sollozaba desamparado. La casa abriéndose ante sus ojos como una transparencia frondosa. El mundo visible de su daño. Desde la bañera podía distinguir el bulto que permanecía en el sillón como esperando la hora de entrar en escena. ¿Dónde estaría la voz de Selma? ¿Quién la habría llevado lejos de ella? Eduardo volvió a mirar con fijeza el vacío, acariciando un pezón casi del todo arrancado del seno de aquel cuerpo inmóvil.
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13. UN EPÍGRAFE
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Si veo que alguien mata a otra persona, y que la mata de verdad, es un gesto terrible, dramático, pero que está aislado en su propio horror. En cambio, sabemos muy bien que el arte debe ser ejemplar, como una cosa que será el significado de otra.
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Eugène Ionesco (Diálogos con Claude Bonnefoy, 1970)
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14. LA SEMANA PASADA
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Pegábamos apodos uno en la risa del otro. Corríamos por la casa buscando nombres distintos, términos graciosos, algunos de pura extravagancia. Yo lo llamaba todas las tonterías que se posaban en mi mente. Él imitaba mi voz, repitiéndome con entusiasmo. Infinitos bautismos después mi cansancio me hacía sentar. Eduardo me olía el regazo con un regocijo infantil. Me ponía una escala arriba en el desorden de su lengua. Yo no elegía los gritos, en su deleite agudo. Todo en nosotros era automático, con su mina explosiva de misterios. Incluso cuando me abría con exageración, curioso como ante un espejo, buscando algo de sí en mi intimidad. Yo le pedía que evitara el dolor. Él decía conocer el camino. Me desabotonaba toda resistencia. A veces guardaba sus dedos en mí y cambiaba de excesos. En esos casos me dolía. Eduardo arañaba mis gemidos. En su mirada incontenible parecía no haber nadie. Yo lo quería de regreso, antes que el dolor se extendiera. Dejé escapar su nombre con algunas lágrimas y vi, en seguida, cómo retornaba a la mirada y a las caricias insospechadas. Y volvía a improvisar apodos en mi rostro. Nada en Eduardo tenía sentido prolongadamente.
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15. DIÁLOGO CON EL AUTOR
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Los muebles deambulaban por la casa. Algunos utensilios escudriñaban la memoria de aristas, cajones, cloacas. Cada movimiento sugería vínculos estrechos con la escena funesta. Como si la casa disimulara alguna connivencia con el crimen. Algo que anticipó el desatino de Eduardo. Algo que drenó la memoria al punto de no haber resquicio alguno de móviles. Una porción de gestos ya casi del todo desfigurados. Selma se resistió a aquellos ataques con algún desaliento. Como si la muerte fuera parte de su conflicto. Morir a manos de Eduardo, sin mayor alboroto. Fluctuar con él en dirección al núcleo de su alienación. Sin embargo algo desentonaba en la mecánica de aquel plan. La casa parecía ocultar una sospechosa hesitación. La falsa opinión de los cubiertos, un desacierto en el mobiliario, la falsa doctrina de la cañería. La súbita aparición de un principio fuera de lugar. La casa sangrando como quien pierde la noción de sí mismo. Selma y Eduardo como espectros asimilados por ese itinerario de destrozos. La casa empalidecida ante la guía extraviada. Una mancha en la dotación de señales. En definitiva, algo salió mal.
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16. SELMA ENTRE NUBES
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Desperté, la noche extendida por toda la cama. A mi lado, Eduardo al compás siempre inquieto de su sueño. Siempre dormimos desnudos. Pero su desnudez era un mar revuelto. La mía se asemejaba a un baño de nubes. Tan calma estuve siempre en mi recogimiento que a veces me ausentaba de mí sin darme cuenta. Una noche me vi permanecer en la cama al regresar de la cocina. Me vi allí acostada carpiendo sueños. Y me toqué, recostada a la puerta, para ver cuál de las dos era. Eduardo hacía resbalar una mano en mi vientre. Buscaba una humedad perdida en mi sueño. Con qué dulzura me encontraba donde ya no le correspondía del todo. Como si atizara un enjambre de cariño, me separaba las piernas y se ponía a penetrarme. Me aproximé con todo lo que sentía dentro y cerca de mí. El espejo del cuarto no me reflejaba bajo el cuerpo de Eduardo. Se volvió imposible saber quiénes éramos. ¿Cuántas fui así en las noches en que no tuve sed? ¿Cuántas de mí veo ahora que no me reconocen? ¿Dónde estoy, finalmente? Trato de despertar a Eduardo para que me diga lo que sabe.
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